La obra será descubierta cuando se baje el telón del restaurado teatro Santander de Bucaramanga.
El 26 de abril se levantó el telón de boca del teatro Santander en Bucaramanga. En una bella e impresionante pintura del cañón del Chicamocha de la maestra santandereana Beatriz González, se ve descender el río, en una visión dorada, desde los altos del teatro hasta las orillas del escenario.
El telón de boca siempre ha sido uno de los símbolos más importantes de los grandes teatros porque hay en ellos una propuesta visual, en este caso asociada a uno de los grandes símbolos de Santander. El cañón del Chicamocha no solo es de una belleza natural irrefutable, sino un referente cultural que atraviesa físicamente a Santander; estuvo vinculado al comercio en el siglo XIX y comienzos del XX y se convirtió en un paso obligado del transporte vial, volviendo icónica la travesía por Pescadero.
Pero más allá del marco físico del lugar están las resonancias simbólicas del cañón. Lo físico se convierte en carácter y la geografía, en modo de ser.
El arte en los telones
Algunos de los grandes pintores colombianos han participado en la elaboración de los telones de boca de teatros patrimoniales. En el Amira de la Rosa de Barranquilla, su telón Se va el caimán fue pintado en 1982 por Alejandro Obregón. En el teatro Adolfo Mejía de Cartagena, Enrique Grau pintó el telón de boca, el cual calificó como “una ofrenda floral a la ciudad”. Un colorido ramo de flores en primer plano abre en perspectiva el perfil de las murallas y la ciudad antigua, con un grupo de monumentos históricos que vuelan por los aires. Juan Cárdenas pintó el del teatro mayor Julio Mario Santodomingo, resaltando la plaza de Bolívar con personajes conocidos y anónimos.
El telón del teatro Colón en Bogotá, que mide 11,35 por 8,75 metros, fue pintado por el italiano Annibale Gatti y transportado a Bogotá en 1891. Treinta y seis personajes de diferentes épocas componen la escena en la que junto a Hamlet, Rigoletto y Fausto posan indígenas y conquistadores.
El teatro Santander es sin duda un rincón de la memoria de Bucaramanga. Edificado en la esquina sureste del parque Centenario, se lo recuerda junto a un colegio de señoritas convertido en importante centro cultural y el paradero de los buses de Copetrán. En una de las cartas que el pintor Luis Caballero le envió desde París a Beatriz González, su compañera de clases en la Escuela de Arte de la Universidad de los Andes (1959-1962), le escribía: “Nadie puede entender su obra si no ha hecho un viaje en bus de Bogotá a Bucaramanga”.
Los viajes por ese entonces eran sobre todo en Copetrán. Tenía razón Caballero cuando unía el sentido estético de la obra de la pintora con el paisaje, los tránsitos culturales, las llantas del Ángel Custodio de Popallanta (1985) o los colores y las simetrías de los baldosines del colegio de las franciscanas en el que estudió.
El viaje finalizaba en el parque y la visión imponente del teatro Santander que formaba parte de un recorrido sentimental al que se incorporaban otros teatros: el Rosedal, el Garnica, el Unión y, un poco más a trasmano, el Libertador y el Sotomayor.
La distribución física no era sino una geografía generacional de la alegría y de la imaginación del cine.
Con una inversión cercana a los 30.000 millones, el teatro, diseñado en los años 30 por Federico Blodeck Ficher, con plano y dirección del arquitecto francés George Carpentier, padre del escritor cubano Alejo Carpentier, tiene capacidad para 1.100 personas, una parrilla sobre la caja escénica de 28 metros de altura, una plataforma móvil de 16 metros de larga y equipos modernos de iluminación y sonido.
El cañón del Chicamocha no solo es de una belleza natural irrefutable, sino un referente cultural que atraviesa físicamente a Santander
La conjunción de los talentos
Pero, casi siempre, esta clase de obras, como los mosaicos, en algunos casos las esculturas, los grandes murales o las cúpulas de las iglesias, son resultado de equipos de trabajo dirigidos por la visión estética y técnica del artista.
Beatriz González ha trabajado grandes lienzos como su Telón de la móvil y cambiante naturaleza (1978), que se acaba de exponer en Bordeaux, Madrid y Berlín; los 10 metros de Renoir (1977) o Mural para fábrica socialista, de 1981. Una fotografía de Jaime Ardila captó la proporción del tamaño del telón contrastado con el cuerpo de la artista, que lo pintaba subida en un andamio.
Las proporciones del telón de boca del Teatro Santander eran mucho mayores. Por eso recurrió a Carlos Ríos, un director de arte, escenógrafo y artista colombiano que estudió en la Escuela de Arte de la Universidad de Antioquia, con una carrera sobresaliente en teatro, cine y televisión, que había aprendido el oficio de un destacado escenógrafo norteamericano, Alex Wallace, de quien fue asistente en Los caballeros las prefieren rubias. Trabajó en Alemania con el célebre bailarín, coreógrafo y director austriaco Johann Kresnick, quien montó en la Ópera de Bonn y en la Volksbühne de Berlín obras vanguardistas y experimentales como Hannelore Kohl, Picasso, Goya, Frida Kahlo y Francis Bacon. En 2002, Ríos colaboró con Kresnick en el montaje teatral de Cien años de soledad a partir de una escenografía circular en la que aparecían vagones de tren sobre tres carriles.
El significado de la obra que le había entregado la artista en un original de tamaño normal debía representarse en una tela de 150 metros cuadrados. El primer inconveniente que encontró fue precisamente una copia en la que había un desfase de un centímetro que se podía convertir en metros en la obra real. Los desafíos eran aún más numerosos: encontrar la tela apropiada, resolver el problema de las junturas del lienzo, ensamblar con precisión los bastidores de metal, obtener lo más exactamente posible y a través de las mezclas adecuadas la propuesta cromática del original, realizar los bocetos a escala que lograran la resolución exacta de las proporciones, garantizar el peso para el levantamiento del telón y pensar en la perdurabilidad de la obra. “Era una pintura muy precisa –me señaló Ríos–, una franja amarilla casi de oro entre las montañas”.
Y a esa tarea se dedicó durante un mes de tiempo completo. Se puso de acuerdo con la maestra para que visitara en tres momentos el avance de la obra que se hizo en una bodega industrial cerca de Girón para recibir su aceptación y sugerencias, y se dispusieron las condiciones técnicas para una operación de filigrana que tuvo que incluir desde la demolición de una columna que interfería el espacio para el trabajo hasta los ayudantes –jóvenes estudiantes que ayudaban a pintar–, además del ascenso a un segundo piso para ver la integralidad de una obra que aparecía de manera lenta. “Yo creía que usted no iba a venir o que si venía me diría que no”, le dijo la artista en su primer contacto, mientras Ríos tenía clara la relación de su trabajo con el de la pintora: “Sabía perfectamente que la pintura era de ella”.
El telón de boca iba definiendo la propuesta visual de la pintora en armonía con la sensibilidad estética del escenógrafo, su comprensión de la obra y el seguimiento meticuloso de cada uno de los pasos que llevarían lo que deseaba la pintora a la realidad de teatro.
Se consiguió lienzo de lona costeña fabricado con hilos naturales en Medellín, con un ancho de 1,80 metros, que se debía unir en varias franjas. Todo ello gracias a una trama fina que recibía muy bien todos los materiales aplicados al telón. La primera prueba superada abría de inmediato otras no menos difíciles. El trabajo de costura debía ser perfecto, de tal modo que las junturas casaran perfectamente y la pintura penetrara sin dejar vacíos, lo que se comprobaba observando con lentes cada detalle de lo realizado. Los colores fueron acrílicos de Pintuco elaborados a partir no de tonos preparados sino de colores primarios mezclados con blanco, una operación delicada y precisa que Ríos confiesa que hace “al ojo”. La impresión, que se hizo en Bogotá, buscaba preparar la tela para que recibiera la pintura de una manera lisa que no se entrampara. Se envió por correo a Bucaramanga y pesaba unos 70 Kilos. Al empacarla en plástico “parecía una obra de Christo”, dijo Ríos.
La realización de los bastidores y de las cartulinas para captar la línea del horizonte, que es la que ven los espectadores, fue otro paso, como lo fueron hacer el boceto al carboncillo, confirmar con la cuadrícula, verificar desde la altura y esperar la visita de la pintora que en su primer viaje decidió que la tela no necesitaba un fondo blanco, sino un rosa Tiépolo. Al pintar ese color, el escenógrafo recuerda: “De pronto vi mierda de paloma sobre la tela”.
En una segunda visita la artista vio parte del boceto sobre el fondo sugerido e hizo recomendaciones sobre las mezclas de colores. “Lanzarse a la pintura –dice el escenógrafo– es como lanzarse al agua”. El telón tiene varias manos de pintura y hasta cinco veladuras, mientras que las cortinas tienen tres. “Cuando lo vi ya terminado y con la firma de la artista y el año, 2017, tuve la misma impresión que la primera vez en casa de la maestra”, dice Ríos. Finalmente fue colgado, con ayuda de cuerdas y guayas. “Quedó mejor de lo que pensé, en cuanto a proporción”, confesó.
Ese será el telón de boca que verán de aquí en adelante los espectadores del Teatro Santander, en Bucaramanga. Y más allá de los ojos, en el alma, que es donde se mira de verdad, reconocerán con emoción las inmensas montañas y el río de luz de su Cañón del Chicamocha.
Unos días después de terminado el trabajo, Carlos Ríos recibió una llamada telefónica de la pintora: “Pase por aquí que le tengo un regalo”. Era una serigrafía del Cañón que él había ayudado a pintar. En la dedicatoria se leía claramente: “A Carlos Ríos, el pintor del Chicamocha”.
Por: GERMÁN REY Para EL TIEMPO. Foto: Carlos Ríos- El Tiempo y
Fundación Teatro Santander